El inventor de las ecomáquinas

10.04.2014
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En la cuarta entrega de la biomímesis, recorremos el Centro Omega para la Vida Sostenible de la mano del biólogo canadiense John Todd, que ha jugado un papel imprescindible en la evolución del diseño ecológico gracias a sus ecomáquinas, y del arquitecto Jason McLennan, impulsor del concepto de los 'edificios vivos'.

John Todd en el Centro Omega para la Vida Sostenible. Foto: Isaac Hernández.

John Todd tiene un sueño incombustible desde niño: fundir la ecología y la tecnología. Desde que creó el New Alchemy Institute, allá por 1969, el sueño se ha convertido más bien en un empeño o en una misión de vida, plasmada en estas obras de “ingeniería natural” que él mismo ha bautizado como “ecomáquinas”...

“Una ecomáquina es una tecnología donde los 'engranajes' son seres vivos”, explica el inventor. “Una ecomáquina puede servir para reaprovechar residuos, para generar biocombustibles, para producir alimentos, para limpiar aguas contaminadas... No hay nada comparable a la diversidad de la vida, trabajando por un fin común”.

Hablamos con John Todd bajo el rumor incesante y relajante de una de sus 'ecomáquinas' más celebradas, la del Centro Omega para la Vida Sostenible en Rhinebeck, a orillas del Hudson, el primero en ganar la calificación de “edificio vivo” y en el que ha trabajado con el arquitecto Jason McLennan. Nos adentramos pues en las tripas del edificio (luego recorreremos el exterior con McLennan) de la mano de este veterano “bionero”, nacido en Canadá y afincado en Nueva Inglaterra.

“En la naturaleza no hay residuos sino nutrientes. Los ecosistemas funcionan como una auténtica sinfonía, con sus propios mecanismos autorreguladores. Ese modelo podemos replicarlo a todos los niveles, desde la actividad económica a la vida en las ciudades, o al funcionamiento de un edificio.”

Aunque pueda parecer un invernadero, lo que se esconde en este edificio ‘vivo’ en el que estamos es una depuradora ‘natural’, con plantas, algas, peces, hongos, bacterias, microorganismos, minerales y hasta caracoles, unidos con una meta común: reciclar hasta 200.000 litros diarios de agua.

“Frente a las plantas convencionales de tratamiento a cielo abierto, aquí no hay olores”, asegura Todd. “El agua sin tratar se contiene en tanques bajo la gravilla. De ahí pasa a los lagos y los estanques, y luego es bombeada hasta la ecomáquina del interior, donde empieza un viaje en ciclos, como si fuera un río. Cuando el agua llega a este extremo, pasa por gravedad hacia el filtro de arena, la última parte del proceso”.

“La belleza de la ecomáquina está en lo que no se ve”, sostiene John Todd. “La belleza hay que apreciarla bajo el agua, en las raíces, y también en la fotosíntesis, que produce la liberación de sustancias que benefician al agua y al mecanismo general. Algunas plantas fabrican incluso potentes antibióticos naturales que matan los posibles focos de infección. El agua que sale de la ecomáquina es tan pura que lo mejor que podemos hacer con ella es devolverla al bosque para completar el ciclo”.

El pueblo de Harwich, en Massachusetts, fue el primero en aplicar el ‘invento’ de John Todd al tratamiento de las aguas residuales. Desde entonces, las ecomáquinas se han propagado por California y Florida, y a lo largo del río Mississippi, y a la lejana Escocia, demostrando su capacidad sin límites.

John Todd, enamorado de los océanos, pionero de la biomímesis, insiste en que gran parte de las soluciones a los problemas que hemos creado giran en torno a nuestro elemento más preciado: “La vida en la Tierra es el ciclo del agua. Y nada mejor que usar la puerta ‘giratoria’ entre la ecología y la tecnología para conocerla más a fondo y ser capaces de crear al mismo tiempo belleza, economía y funcionalidad”.

¡Un edificio vivo!

Jason McLennan.

Jason McLennan frente al Centro Omega  
para la Vida Sostenible.  

“Imagina un edificio con la elegancia y la eficiencia de una flor”. Para Jason McLennan, la arquitectura es poesía y funcionalidad, Gaudí y Le Corbusier, narciso y girasol: sus dos flores predilectas, usadas indistintamente como metáfora de sus sueños más palpables...

“No se trata de hacer edificios ornamentales sin más, sino estructuras que cumplan una función y al mismo tiempo susciten la admiración y el asombro, como nos pasa cuando contemplamos un paisaje y tenemos la sensación de que la tierra palpita”.

McLennan lanzó hace tiempo el ‘reto de los edificios vivos’, y a sus espaldas tenemos la primera encarnación del idea del ‘flower power’ llevado a la arquitectura: el Centro Omega para la Vida Sostenible. Se trata en realidad de una planta de tratamiento de aguas residuales, con la ‘ecomáquina’ de John Todd a modo de gigantesco invernadero en el interior y un espacioso aula donde se tiene la sensación de estar en pleno bosque y al aire libre.

“Este edificio te invita a ‘respirar’ con él según entras”, constata McLennan. “No hemos usado productos tóxicos, sino esencialmente madera reciclada, cristal y cemento. Aquí dentro hay vida, hay agua que fluye, hay sonidos naturales... Este tipo de estructuras son las que necesitamos en nuestras ciudades. Si hemos sido capaces de esto con una planta de tratamiento, imagina cómo sería un hogar o unas oficinas”.

Tres edificios han logrado hasta ahora la calificación de ‘vivos’, y el primero fue precisamente éste diseñado por el estudio BNIM de Kansas, que llegó a dirigir el propio McLennan. Otros noventa están en la lista de espera, y muchos otros aspiran a cumplir al menos con la mitad de los siete pétalos (requisitos) para superar el ‘reto’.

La eficiencia, la luz natural, la ventilación, la energía limpia (solar y geotérmica, en este caso), la captación y reaprovechamiento del agua de lluvia, los materiales no tóxicos (locales y/o reciclados) y el emplazamiento (en el claro de un bosque de robles usado antes como aparcamiento) han sido vitales para lograr la distinción del ‘living building’. Aunque McLennan valora por igual otros dos elementos tantas veces marginados por sus colegas: la belleza y la inspiración.

Fachada exterior (arriba) y detalle del interior del Centro Omega para la Vida Sostenible. Fotos: Mat McDermott

“El término ‘vivo’ está concebido como respuesta al mundo mecanicista que hemos creado”, asegura McLennan. “Y también como reacción al tipo de arquitectura totalmente separada de la naturaleza que ha prevalecido durante décadas”.

El arquitecto canadiense, afincado en Cascadia (la frondosa región entre Seattle y Vancouver), no aspira a introducir una nueva certificación que rivalice con el LEED, sino a impulsar más bien un ‘nuevo ideal’ o una ‘filosofía de construcción’ más allá de los límites convencionales de la arquitectura ‘verde’.

“Para que un edificio sea calificado como ‘vivo’ tiene que estar construido sobre suelo urbanizado previamente”, recalca McLennan. “Partimos del hecho de que ya hay demasiada superficie urbanizada en el planeta; no podemos seguir ganando hectáreas a la naturaleza”.

“Un edificio ‘vivo’ debe estar integrado también en la ‘eco-región’ en la que se construye”, agrega el arquitecto. “Trazamos a su alrededor un radio de 350 kilómetros para la adquisición de materiales básicos locales. Exigimos también la autosuficiencia energética, la captación y autoconsumo de agua de lluvia y el tratamiento de las aguas residuales”.