La difícil tarea de ser padres

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Debemos perdonar las limitaciones de nuestros padres y proporcionar alas a nuestros hijos para que tengan su propia visión del mundo.

Educar es enseñarles a ser libres para que asuman sus responsabilidades y cometan sus propios errores.

SXC

En una de las anécdotas sobre la vida de Sigmund Freud, se comenta que un día recibió la visita de una madre preocupada que le hizo la pregunta: “¿Cómo debo educar a mi hijo?” El creador del psicoanálisis le contestó: “Como le dé la gana. De todos modos estará mal”. Un par de décadas antes, el polémico Oscar Wilde ya decía que los niños empiezan amando a sus padres y, cuando han crecido, los juzgan; sólo a veces llegan a perdonarlos.

Presionados por las carencias de su propia educación, muchos padres intentan dar a sus hijos todo aquello que no tuvieron y más. Se esmeran tanto en sus atenciones que generan toda clase de dudas e inseguridades en los pequeños. Sienten la necesidad de gustar a los hijos, lo cual no significa dar una buena educación. A menudo el resultado acaba siendo justamente lo contrario.

Padres, no amigos

El pediatra Aldo Naouri, especialista en relaciones intrafamiliares, desaconseja totalmente este enfoque educativo. Asegura que la expresión “somos amigos” entre padres e hijos es el peor maltrato que se le puede infringir a un niño, porque todo hijo está condenado a amar y odiar a la vez a sus padres para, después, seguir su propio camino.

Los límites son necesarios para que los niños se sientan seguros, pero deben complementarse con el refuerzo positivo

En palabras de este influyente experto en el mundo educativo francés, no sólo no existen los padres perfectos, sino que “la relación entre padres e hijos no puede ni debe ser horizontal. En un vuelo, al piloto del avión no se le ocurriría, en aras de la democracia, invitar a un pasajero a que pilote. Del mismo modo, es irresponsable ceder el timón de la educación a los propios niños. Incluso es desaconsejable que, cuando les pedimos algo, acabemos cada frase con un ‘por favor’. Los padres odiamos tanto las dictaduras que hemos olvidado que la autoridad es necesaria.”

La consecuencia de una educación demasiado laxa, en la que los caprichos del niño siempre son satisfechos, es la baja tolerancia a la frustración. Si los hijos se acostumbran a obtener todo lo que desean a través de los padres, cuando se hagan adultos no sabrán asimilar las negativas y fracasos.

Un curso suspendido en la universidad, un desengaño amoroso, un despido laboral… Los que han crecido entre algodones no conocen la frustración y, por lo tanto, no reaccionan de forma constructiva ante estos reveses habituales en la vida. En lugar de aprender del golpe, adoptan el papel de víctimas y buscan culpables, dañando a otros o a sí mismos a causa del fracaso. En casos extremos, estos niños pueden desarrollar en la adolescencia el denominado “síndrome del emperador”, que caracteriza a los hijos que maltratan a sus padres y que se comportan como verdaderos déspotas con ellos.

Fabricar un pequeño tirano

La pedagoga Elena Roger asegura que para fabricar un niño de este perfil basta con consentirle todo y no decirle nunca “no” a ninguna de sus demandas, cediendo a cualquiera de sus caprichos. Según esta especialista, la familia del pequeño tirano suele presentar estas características: padres sobreprotectores que impiden que sus hijos aprendan de los fracasos y maduren por sí mismos.

Desde los primeros años, los progenitores claudican continuamente ante sus peticiones. Como son incapaces de ver al niño sufrir, acceden a todos sus caprichos. Para que el niño no tenga ansiedad, ante la primera señal de malestar le apartan de la situación que la ha provocado.
A menudo los progenitores tienen diferencias importantes en el estilo educativo, cosa que el niño aprovecha acudiendo a uno u otro en busca de ventajas. En el caso de padres separados, es habitual que uno de los progenitores se alíe con el hijo tirano en contra del otro. Hay una manifiesta ausencia de límites, así como de figuras que ejerzan una mínima autoridad. Muchas veces la educación recae en los abuelos o en otras personas, como una canguro, que siempre será más suave a la hora de imponer disciplina. Y es habitual pensar en esos casos que el niño es especial, por tratarse de un hijo muy deseado, por las dificultades para tenerlo o porque es hijo único...

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Para prevenir que nuestros hijos se conviertan en seres iracundos, a remolque siempre del último capricho, es esencial que se acostumbren a la frustración desde pequeños. Deben tomar conciencia de que no se puede tener todo en la vida  y que, por lo tanto, también hay que saber perder.

Si cedemos a los deseos de los hijos sólo para ganar una paz barata, lo que conseguiremos con ello es que el problema se vaya agrandando hasta que sea demasiado tarde. En cambio, si les enseñamos a afrontar las dificultades de la vida, activaremos en ellos la resiliencia y el espíritu de superación.

En opinión de la psicopedagoga María Laura Esteban, “no existen padres buenos o malos, ni culpables, sino padres responsables que se equivocan y se cuestionan a sí mismos. Ser padre no es una profesión. No basta con formarse o informarse para adquirir competencias como progenitor (…) Hagan lo que hagan los padres, su educación siempre será mala a ojos de los hijos. Sólo nos debemos preocupar en el supuesto de que el niño nos encuentre perfectos. Esta sumisión sería señal de que no le hemos permitido desarrollar el espíritu crítico que resulta imprescindible para conquistar la autonomía”.

Complejo de culpabilidad

Detrás del peligroso deseo de ser perfectos está el complejo de culpabilidad de muchos padres por el poco tiempo que dedican a sus hijos. Quieren compensar la carencia colmando sus deseos y dándoles la razón incluso cuando no la tienen.

El profesorado de las escuelas e institutos se ha acostumbrado tristemente a las presiones de los padres, que salen en defensa del niño y le disculpan cualquier barrabasada, con lo cual roban toda autoridad al personal docente.

Los niños aprenden mucho más observando cómo se comportan sus padres que de los sermones educativos que estos les den

La psicóloga clínica Isabelle Filliozat advierte en su libro Los padres perfectos no existen que el miedo a hacerlo mal lleva a muchos progenitores a sacrificios que sólo sirven para engendrar rencor en la cabeza de los hijos: “Un padre que aspira a la perfección a menudo se exaspera al no conseguirlo. Olvidamos demasiado a menudo que los hijos dan lo mejor de sí mismos. Si no consiguen satisfacer nuestras expectativas es porque lo que les pedimos no está a su alcance, o bien se contradice con nuestras expectativas inconscientes. Nuestro hijo nos intimida menos que nuestra pareja o nuestra suegra. Y la tentación de que cargue con las culpas de los demás es muy fuerte. Los sentimientos de cólera que mantenemos reprimidos tienden a revertir en nuestros hijos, simplemente porque pertenecen a un estatus inferior y dependen de nosotros”.

Esta corriente de negatividad subterránea brota normalmente de los conflictos no resueltos de los propios padres. La tentación de ofrecer una educación contraria a la recibida es, en sí, un factor de alto riesgo, ya que se pueden desembocar en las siguientes situaciones: una formación excesivamente permisiva por parte de un padre que ha sido criado en la rigidez y en los castigos severos; o, en el otro  extremo, una  sobredosis de disciplina por parte de los progenitores que han crecido sin que nadie les imponga límites, lo que les ha acarreado problemas posteriormente.

Volviendo a la cuestión que encabeza este artículo, sin duda no existen los padres perfectos, pero hallar un punto medio entre la disciplina y la libertad, entre la rigidez y la laxitud, es un buen criterio educativo.

Para alcanzar este equilibrio a través de estímulos positivos, la psicóloga y escritora Montserrat Domènech aporta su propia receta: “Mi filosofía pedagógica es incidir en lo que nuestros hijos hacen bien, en lugar de castigarles por lo que hacen mal. La experiencia me ha demostrado que cuando regañamos a un niño, éste se pone a la defensiva y se enroca aún más en los malos hábitos. En cambio, cuando ponemos énfasis en lo que ha hecho bien, hacemos que se sienta orgulloso y que quiera repetir el buen hábito para obtener nuevamente la gratificación emocional. Esto no significa que no debamos poner límites. Al contrario: es misión de los padres establecer las fronteras en las que los niños, en cada edad, pueden moverse. Una educación que no incluya este ingrediente dará como resultado desorientación, inseguridad e inmadurez. Sin embargo, los límites deben complementarse con el refuerzo positivo. Cada vez que felicitamos a un niño por un avance en su comportamiento, estamos poniendo un ladrillo en la construcción de su autoestima y de su identidad”.

La rebeldía positiva

Indudablemente, los límites son necesarios para que los niños se sientan seguros, ya que sin ellos se enfrentan a un espacio de libertad demasiado grande para sus fuerzas. Por otra parte, una educación demasiado pautada tampoco es buena para su desarrollo como seres humanos libres y creativos.

El psicoanalista Adrián Liberman ve incluso saludable cierto grado de rebeldía de los chicos hacia los padres: “Que los hijos tengan objeciones es necesario para su desarrollo psíquico. Parte de la evolución de cada persona consiste en moverse desde un estado de indefensión inicial hasta la plena autonomía. Si los padres se presentan como seres omnipotentes, si todo lo prevén y todo lo saben, resulta difícil adquirir la noción de identidad y de autonomía. Si se ubican en el otro extremo, si no consiguen conectarse con las necesidades de los niños, se revelan como ineptos, y esto se traduce en un desamparo que puede ser devastador. Poner fuera de peligro a los hijos de conflictos y dilemas que son parte esencial de la humanización es tarea imposible. Ser un buen padre es reconocer a los hijos como seres habitados por deseos y alentarlos a desarrollar una visión propia del mundo, incluyendo la posibilidad de disensiones y diferencias”.

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En esencia, educar es enseñarles a ser libres para que asuman sus responsabilidades y cometan sus propios errores. Es un camino que nadie puede recorrer por ellos y los padres sólo deben intervenir en el caso de que haya un peligro manifiesto, como los ambientes cercanos a las drogas o las salidas que pueden implicar accidentes de tráfico. Fuera de eso, debemos darles un espacio en el que poder rebelarse y poner a prueba la realidad. Louis Pasteur decía que la misión de los padres no es proteger a los hijos de las dificultades de la vida, sino enseñarles a superarlas.

Si estamos demasiado encima de ellos, en una alerta permanente, percibirán el mundo como un lugar peligroso y crecerán como seres miedosos, inseguros y dependientes. En cambio, si además de unos límites claros les transmitimos confianza, evolucionarán con autoestima y no se arrugarán ante las adversidades.

Más que buscar la educación perfecta, los progenitores deberían mirarse al espejo y ver qué valores transmiten con su ejemplo. Los niños aprenden mucho más observando cómo se comportan sus padres que de lo sermones educativos que puedan recibir de ellos.
Puesto que no existe nada enteramente perfecto, también la educación es un proceso orgánico en el que hijos y padres aprenden sobre la marcha. No hay otra escuela en la que graduarse que la vida misma. Tal como observaba el empresario  norteamericano  Michael Levine: “Tener hijos no nos convierte automáticamente en padres, del mismo modo que tener un piano no nos vuelve pianistas”.

 

Cosas que nunca deben hacer los padres

Tan importante como saber lo que hay que hacer con los niños es ser conscientes de los errores que a menudo cometemos en su educación. El pediatra francés Aldo Naouri, tras más de 40 años de dedicación a los conflictos familiares, ha fijado en estos cuatro puntos lo que los padres no deberían hacer:
 No anunciar nunca un castigo si no somos capaces de cumplirlo. La palabra es algo sagrado para un niño. Si éste ve que los padres no son coherentes con lo que predican, la pérdida de autoridad será inmediata. Es mejor fijar un castigo más pequeño –pedagógicamente hablaríamos de “pérdida de privilegios”– y cumplirlo a rajatabla para que el pequeño visualice claramente los límites.
• No dejar que el niño decida solo la ropa que se quiere poner. Si le otorgamos ese poder desde los primeros años de vida, acabará cuestionando incluso la que llevan los padres. También el momento de vestirse es educativo, así que hasta que no desarrollen un criterio suficientemente racional, deben ser los progenitores los que elijan la vestimenta.
 No explicar demasiado nuestras decisiones y, si lo debemos hacer, que sea siempre tras ejecutarlas. El niño ha de entender que una orden es una orden. No debemos caer en la trampa del aluvión de preguntas con las que los pequeños ponen a prueba a los adultos, a fin de pillarlos en una contradicción o bien vencerlos por fatiga.
 El castigo nunca debe ser físico. Una buena medida es no imponer un castigo hasta que nosotros mismos nos hayamos calmado. Más que castigarlos con algo que les violenta o desagrada, es más educativo privarles temporalmente de privilegios que afecten a su tiempo libre, como las horas que dedican a internet o a los videojuegos.