Cuentos de luz y sombra

Cuentos de luz y sombra

14 Octubre 2012
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EL SOL Y LA SOMBRA

Este era un sol joven, apuesto y brillante. Amarillo, como una yema, rodaba por la clara azul del cielo en una radiante primavera.

Y mirando mirando, con su mirada de fuego sobre la Tierra, descubrió allí, justo enfrente, un maravilloso rosal de hojas nuevas y espinas relucientes. Pero cuando vio aquellos capullitos prietos y sonrosados, ya no pudo apartar la vista. Se había enamorado de las rosas.

A estas, al notarlo, se les subieron los colores. Pues también ellas estaban enamoradas del Sol.

En aquel precioso momento una pequeña nube se interpuso entre los amantes y el Sol pidió a la nube:
    — Por favor, amiga, ¿podrías apartarte un poco? No me dejas ver el rosal.

La nube respondió entonces:
    — Espera un momento, estoy dándole un poco de sombra. ¿No ves que se está secando? ¿No ves que la miras sin pestañar siquiera y poco a poco la estás abrasando? Espera un instante, en cuanto mi sombra la refresque la encontrarás aún más hermosa.

El Sol nunca había oído hablar de la Sombra y muy asombrado preguntó a la Luna sabia:
    — ¿Qué es la Sombra?
    — Sombra es todo lo que tú no ves —dijo la Luna—, es la oscuridad que muerde mi luz hasta apoderarse enteramente de mí una vez al mes.
    — Para mí siempre estás llena —respondió el Sol a la Luna y esta se sintió muy halagada.
    — Cuando tú te vas —continuó diciendo—, brillan las estrellas y la noche se apodera de todo.
    — Pero, ¿qué son las estrellas? —preguntó el Sol cada vez más sorprendido de su ignorancia (incluso pareció que en aquel momento disminuía su fulgor).
    — Son destellos del cielo, como los pequeños reflejos de ti que a veces se ven en las aguas.
    — ¿Y la noche? ¿Qué es la noche?
    — La noche es la forma en que se ve la Tierra cuando tú no estás.
    — ¿Y es muy diferente a como yo la veo?
    — Hay tanta diferencia como de la noche al día.

El Sol, que seguía sin entender, decidió entonces buscar a la Sombra; pensó que debía conocer a ese ser, aquello que refrescaba a la rosa y que cambiaba tanto a la Tierra y que jamás, en su larga vida, había visto.

Por aquel tiempo, para aquel Sol, la Tierra era como una gran naranja y echaba su aliento caliente para madurarla. Le gustaba verla amarillear, enrojecer, anaranjarse.

De vez en cuando, para refrescar sus rayos se miraba en los espejos del agua y se encontraba así más joven y radiante. La Tierra quería también al Sol y lo miraba todo el tiempo para ponerse morena.

Pero aquel día lo encontró distraído y preocupado.

    — ¿Qué sucede buen Sol? —Le dijo.
    — Amiga Tierra —contestó él — ¿Tú sabes donde están las sombras?
    — Están detrás de mí, al otro lado, ¿quieres verlas?... Y la Tierra empezó a dar vueltas y más vueltas y ya no pudo parar. Pero por más que giraba, la Sombra siempre estaba al otro lado y el Sol no podía verla.

Desde entonces el Sol amanecía constantemente por el horizonte del Este, buscando sombras y a pesar de que durante toda la primavera procuró madrugar un poquito más, no vio ni rastro de aquellos escurridizos seres.

En cuanto clareaba por levante iban todas hacia poniente, se extendían muy muy largas, ocultas detrás de cada árbol, rama o peñasco,
    — Aquí están, están aquí!!! —Decían todos al Sol.

El Sol, por verlas subía más y más arriba. Al mediodía, desde lo más alto del cielo pensaba:
    — Seguro que desde aquí puedo verlas.

Pero las sombras se hacían entonces más pequeñas, se escondían encogidas justo debajo de todas las cosas, en las cuevas, en las laderas al norte de las colinas, allí donde el Sol que siempre mira desde el sur, nunca puede encontrarlas.

El rey de los cielos no se rendía fácilmente, pero mientras su mirada iluminaba las montañas, las sombras, en la otra cara, jugaban despreocupadas con la nieve y el hielo a congelarse y a derretirse. Cansado al fin, se dejaba caer el Sol por el oeste, siempre indagando; pero ellas se ocultaban ahora hacia el este, extendiéndose muy muy largas al otro lado de cada árbol, peñasco o colina.

Era inútil que el rey se asomara, que lo iluminara todo en aquella búsqueda incesante. Las sombras se escondían detrás de todos nosotros y al llegar la noche se daban la mano fundiéndose unas con otras hasta hacerse una. Se adueñaban entonces de la Tierra. Saliendo de todos los escondrijos, esparcían la oscuridad y reinaban.

Mientras, el buen Sol seguía asomándose, escudriñando. Por el amor de aquella Rosa, por su frescura, estaba dispuesto a buscar hasta el fin de su tiempo.

Durante mucho tiempo aún prosiguió. Aprendió incluso a doblar sus rayos y reflejarlos para sorprender a las sombras en los recodos, requiebros y recovecos. Pero ellas siempre eran más rápidas. Se esfumaban como por arte de magia. La luz y la oscuridad parecían adivinarse la una a la otra para no estar nunca a la vez.

Recordando todo lo que le habían contado sus amigos, trató de imaginar el cielo nocturno, la Tierra vacía de luz. Era inútil, lo único que consiguió fue que aumentara su curiosidad. Decidió entonces pedir ayuda, enviar a todos sus amigos a la busca y captura de las sombras. Y todos lo intentaron, cada uno a su manera, con empeño. Pues el Rey nunca hasta entonces les había pedido nada y en cambio a todos los mimaba, acariciaba e iluminaba con amor.

El águila le dijo entusiasmada:
     — Yo te mostraré mi magnífica sombra.- Y voló de un lado a otro hasta los confines de la Tierra, pero su sombra siempre se ponía justo detrás para que el Sol no la viera.

La zorra le dijo entonces:
    — Ven a mi madriguera, en el fondo podrás ver la oscuridad.- Sin embargo, nada más abrir la puerta entraron los rayos y la luz desapareció.

Y Tamim, un niño que vivía en el desierto, intentó consolarlo:
    — No te preocupes amigo Sol, yo te mostraré la negrura que hay en lo más hondo de mi pozo.- Y abrió la tapa del pozo. Cuando el Sol se asomó, con el reflejo del agua el pozo se volvió luminoso y su decepción fue creciendo. Todavía Tamim quiso enseñarle su pelo y sus ojos negros. En cuanto los miró brillaron como azabaches recién bruñidos.

Y a pesar de todo continuó. Indagando, rastreando, preguntando.

Por fin, un día, desde el fondo del mar, el cangrejo envió al Sol un mensaje en burbujas que subían y estallaban en el aire liberando las palabras. Le dijo:

La
Oscuridad
Más
Espesa
La
Encontrarás
En
Las
Abisales
Profundidades
Marinas.

Por supuesto, los rayos intentaron bucear, pero enseguida se enfriaban, se apagaban y no podían bajar más allá.

Un tanto desesperado dijo entonces el Sol a la Rosa:
    — Amada, ¿qué puedes decirme de las sombras?, ¿de la oscuridad?, ¿de la noche? Llevo mucho tiempo buscando y no he podido hallar ni rastro de ellas.
    — Cuando tú te vas, el mundo queda vacío y desolado. Te juro que moriría de soledad si no viera tu luz reflejada en la luna. Pero cuando te veo nacer me muero de amor, me abraso. Me derrite tu mirada intensa y deseo que llegue la noche y me cubra o arder al fin para alcanzarte en forma de humo.

Mientras decía esto se abrían sus últimos capullos y empezaban a amarillear las hojas. El Sol deseó que la Tierra, le ocultara la Rosa, pues no podía resistir más tiempo tanto amor, aquella presencia que encendía su pasión. Lo consumía…

Cuando desapareció al fin su amante, el Sol quedó largo tiempo pensativo, como ensimismado. – Mi amada nada ahora en la noche y la oscuridad la abraza – se dijo a sí mismo y esta idea le consoló. —¡Ay! ¡Quién fuera sombra! Suspiraba.

Y conforme el otoño se acercaba comenzó a acostarse más temprano y levantarse más tarde, pues últimamente la había visto amarillenta, un tanto mustia y comprendía que las sombras le harían mucho bien.

Un buen día encontró a la Rosa desnuda de hojas y flores. Con la cruda hermosura de las espinas sobre el leño. Ahora duerme —se dijo. Y de pronto fue como si en su mente se hiciera la luz, o quizá fue una sombra la que cruzó su pensamiento. Con una sonrisa murmuró para sí mismo: — Desde mi punto de vista, las sombras no existís.

Y en aquel momento comprendió, brilló más radiante que nunca y gritó. Tan alto como pudo:
    — SOMBRAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA… ¿Dónde estás?...

Esperó un tiempo que se le hizo interminable y escuchó al fin una voz que parecía venir de muy lejos.

    — ¿Quién me llama? – preguntó la oscuridad que tampoco había visto nunca al Sol y se hallaba perpleja.

Fue de esta manera tan sencilla como empezaron a hablar la luz y las sombras; desde aquel día mantienen largas y hermosas conversaciones a la tenue luz del amanecer. Y en los claroscuros del crepúsculo crean todas las mezclas, las tonalidades y los suaves colores, las cosas traslúcidas y las transparentes, los misterios y todo aquello que no puede contarse ni medirse. Ni ser poseído ni comprendido. Pero a pesar de todo, la Sombra sigue siendo Sombra y la luz, luz. Y ¿qué fue de la Rosa?, os preguntaréis. ¡Ah! La Rosa continúa encendiendo cada primavera al Sol con su amor y su belleza. Todos los años rebrota y renace cada vez más hermosa. Y así el ardor del Sol se desparrama sobre toda la Tierra. Nos baña alimentando la vida de todo lo vivo.

Bien pensado – dijo el Sol a la Sombra- si te encontrara ya no podría seguir buscándote, ni imaginándote; dejarías de ser para mí un misterio. Te convertirías en una certeza.

Y yo —dijo la Sombra al Sol—, ya no podría adivinarte, ni entrever en sueños tu cara redonda.

Creo que nunca nos encontraremos —continuó el Sol—, pero si tú me hablas de tu mundo y yo te cuento del mío, llegaremos a conocernos quizás mejor aún que si estuviéramos todo el día deslumbrándonos el uno al otro con nuestra presencia.

Aquel mismo día, Sombra y Sol acordaron contarse los cuentos que habían escuchado y las cosas que habían visto. Y como podréis ver a veces da la impresión de que una y otros vivieran en planetas diferentes.

Cuando al amanecer miro hacia Ti,
todas las cosas que entre tú y yo se interponen,
son fantasmas,
tan solo sombras, siluetas, formas vagas.
Y tú, mi amor, eres la única luz,
Inundando la Tierra,
Despertando todo lo vivo.
Un día y otro.
Tú eres la única luz, en mi mente,
sobre mi cuerpo, en lo más hondo de mi corazón.

Canción de una Rosa