El trópico en Europa

El trópico en Europa

27 Marzo 2016
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Câmara de Lobos.

El arco iris desprendiéndose desde las nubes, desde sus cumbres volcánicas, parece una escalera al cielo de Madeira. Isla portuguesa en medio del Atlántico en la que el hombre ha sabido crear una sabia alianza con sus empinados paisajes. Sabedor de que su oro líquido es el agua dulce, ha hecho de su esencia campesina su principal emblema turístico gracias a su pasión por aferrarse a la tierra

La fachada Atlántica más espectacular de Portugal tiene nombre de aventura, Madeira. Una isla en el gran océano que los intrépidos navegantes portugueses colonizaron a golpe de tesón. Sus oriundos, descendientes de aquellos marinos y de gentes que al cruzar aguas atlánticas quedaron atrapados perdidamente de sus encantos tropicales para acabar regresando en un viaje sin vuelta, han sabido adaptarse a una isla de abrupto litoral que se prolonga hacia el interior trepando hasta viejos conos volcánicos que alcanzan los 1862 metros de altura.

No era cuestión de tecnología sino de adaptación a un paisaje exuberantemente vegetal pero en el que, sin embargo, el extremo desnivel no permitía aprovechar la fertilidad de la tierra. Por ello se fue labrando con el empeño tradicional del campesino que logró retener la tierra en bancales y regalarla con el bien más preciado de la isla, el agua. 

Y para ello nada mejor que beneficiarse de vivir en vecindad con una selva capaz de retener las nubes y atrapar su humedad, la laurisilva. Coronando las zonas más elevadas de la isla perdura el bosque primigenio que en su día cubriera toda la isla y que la ha situado entre los lugares Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.

Caminando por una levada.

Las levadas o canalizaciones talladas en la piedra a mano desde hace 400 años quebraron el secreto mejor guardado del bosque. Su capacidad para captar la humedad de las nubes y hacerla precipitar resbalando por sus ramas y troncos. Esos canales excavados que atraviesan la maraña del bosque y atraviesan precipicios, barrancos y siempre salvando desniveles imposibles dibujaron, a los largo de sus 1400 kilómetros de trazado, un mapa que hace al hombre cómplice del paisaje.

Es así como en su panorama natural se abrieron hueco cultivos de oriente como la caña azucarera que trajeron la prosperidad a la isla, al igual que han hecho madurar numerosos frutos de raíz tropical. Tanto es así que la isla incluso es pionera en la agricultura biológica pues una plantación como Quinta das Colmeias destaca entre las primeras en obtener la certificación europea para sus frutas, hortalizas y hierbas aromáticas. Un entorno sostenible hasta para la crianza de pollos y ovejas.

El mercado local y los restaurantes precian su posesión tal y como le ocurre al hotel Quinta do Furão, que, al borde del acantilado norte de la isla, con una vista privilegiada de la punta São Lourenço, el bellísimo fin del oriente insular, ofrece una gastronomía tan arraigada en el recetario popular como basada en el excelente producto de proximidad. Sus jardines, permiten deleitarse entre plantas autóctonas, productos de la huerta y viñedos.

Porque el cultivo de la vid es otro de los retos a las que ha enfrentado el campesino desde que en la isla desembarcaran los navegantes portugueses en 1419. Desde entonces una paciente estrategia de adaptación la ha hecho prosperar manualmente en terrazas, a veces diminutas, trepando hasta los 1500 metros de altitud. De su vendimia surge el conocido vino de Madeira en todas sus variedades, según la zona de la isla en que se cultive.

Al norte el valle de São Vicente ha dado lugar a uno de los panoramas más hermosamente salvajes y a la vez vitivinícolas de la isla. Sobre todo porque las uvas guardan el sabor de la laurisilva. Gracias al agua que rezuma desde los acantilados sobre la viña por la riqueza de laurisilva sobre el valle. Panorama de una belleza inusitada con las cascadas desprendiéndose sobre el mar que fascina al detenerse en algunos de ellos por sus vistas panorámicas como los viñedos Terra do Avô.

 Bodega de Faja dos Padres.

O bien descendiendo hasta el mismo borde del océano, en las inmediaciones del cabo Girão, uno de los acantilados más altos de Europa insular. A sus pies una pequeña franja de terreno al borde del mar, Fajã dos Padres que ha sido cultivada desde hace 400 años cuando se instalaron los jesuitas, se ha convertido en la actualidad en una placentera propiedad privada con pequeñas casas rurales de ambientación marina rodeadas de una plantación ecológica. Destaca además por sus viñas, ya que dan un vino de Madeira realmente de los más antiguos del mundo, pues su enólogo ha logrado recuperar la misma estirpe de las cepas que hicieron crecer los monjes, gracias a un ejemplar hallado casualmente refugiado en el cantil. 

Acceder al lugar no es fácil, solo un ascensor que salva el desnivel de 280 metros y un teleférico -se pondrá en breve en funcionamiento-, o mediante embarcación, son los emocionantes accesos de este rincón de tierra y océano escoltado de riscos.

Acantilados Cabo Girao.

No faltan emociones en esta isla esencia del trópico en territorio europeo. Baste con llegar al pueblo Câmara de Lobos. Porque aunque ya no están las focas monje que le dieron nombre –ahora refugiadas en las islas Desertas, un bello archipiélago protegido cercano a Madeira-, porque gustaban de solazarse en su abrigo natural de rocas basálticas. Hoy solo son sus barcas y la estampa litoral del más bello rincón pescador de la isla su mayor atractivo. Además de las historias de pescadores que nos arrastrarán tras la leyenda de los navegantes portugueses, los balleneros en pos de cachalotes o de cómo atrajo a despertar su lado creativo a través de los pinceles a estadistas de la talla de Winston Churchill.

Mirar el océano desde cualquier parte de la isla es sencillo, extasiarse de sus atardecer mejor entre el caserío típico de Calheta. Pespunteado de la ladera sobre el mar y sentados en el porche de la vieja vivienda del zapatero. Hoy convertida en un placentero alojamiento rural, Calhau Grande cargado de personalidad isleña y de homenaje a la arquitectura tradicional.

La brisa del Atlántico se convierte en frescor alpino cuando se llega a Ribeiro Frio, el lugar de veraneo de los isleños como demuestran sus villas decimonónicas y donde se jugó por primera vez al fútbol en la isla. Un escarpado valle entre cumbres donde hasta las truchas viven felices y pueden ser capturadas en las aguas del Parque Ribeira Primeira. Además de conocer su importancia en el ecosistema fluvial del parque natural y sus bosques. Salpicados de laureles y otras especies de laurisilva también están surcados por levadas. 

Indispensable recorrerlas, ya sea a pie o a caballo, gracias a otra placentera perspectiva, la que ofrecen los caballos recuperados del abandono por Quinta do Riacho. Porque es el momento de ver a sus habitantes más esquivos, ya que la frondosidad tropical esconde aves características como la paloma torcaz o un pájaro minúsculo que, sin embargo ha evolucionado de manera única, el reyezuelo de Madeira.

Con la sensación de haber recorrido infinidad de kilómetros por lo sinuoso de las rutas vertiginosas siempre por sus pendientes, o mediante el alivio de los túneles -eje de comunicación esencial que ha transformado los ritmos isleños desde hace una década- aunque apenas se hallan circulado medio centenar de kilómetros, la visión de Funchal, la capital insular, resulta incluso más hermosa y hospitalaria.

Extendiendo por la ladera sus empinadas calles que descienden hasta el borde del mar, donde las puertas de su casco antiguo se abren al arte gracias a los murales que las decoran haciendo cultura en el proyecto Arte de Portas Abertas. También es posible tomar el teleférico que asciende sobre el mismo casco urbano panorámicamente hasta el Jardín Botánico y mirador de Largo das Babosas sobre la urbe y su hermosa bahía. Parada indispensable para descubrir la riqueza de cultivos tropicales de la isla son los animados puestos del Mercado do Lavradores. 

O tal vez zambullirse con los aromas a vino Madeira en la historia insular visitando bodegas ancestrales como Blandy’s. La ciudad siempre viva y abierta a la influencia que le llega por mar  tiene apuestas novedosas por el turismo en clave verde. Como el hotel Four Views Baia cuyo esfuerzo por acoplar las normas ambientales a su gestión hotelera distinguen su calidad y refuerzan el apoyo al turismo sostenible de una isla a caballo entre dos continentes. 

'Arte de Portas Abertas’, murales urbanos en Funchal.